Homilía del Papa Francisco en el Monasterio de los Jerónimos de Belém, en Lisboa
Papa Francisco celebrando las Vísperas en el Monasterio de los Jerónimos de Belém, el 2 de agosto de 2023.
Crédito: Daniel Ibañez - ACI Prensa
2 de agosto de 2023 /
Este miércoles, tras salir de la Nunciatura Apostólica, el Papa Francisco celebró las Vísperas en el Monasterio de los Jerónimos de Belém, en Lisboa (Portugal), acompañado de obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas y agentes pastorales.
A su llegada, el Papa fue recibido en la entrada principal por el Patriarca de Lisboa, Cardenal Manuel Clemente, y por el Presidente de la Conferencia Episcopal Portuguesa, Mons. José Ornelas Carvalho.
Tras una breve bienvenida, el Papa presidió la celebración de Vísperas durante la cual pronunció la homilía, misma que es reproducida en su totalidad a continuación.
Queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados y seminaristas, queridos agentes pastorales, hermanos y hermanas: Boa tarde!
Me siento feliz de estar entre ustedes para vivir junto a tantos jóvenes la Jornada Mundial de la Juventud, pero también para compartir vuestro camino eclesial, vuestros cansancios y esperanzas. Agradezco a Mons. José Ornelas Carvalho las palabras que me ha dirigido; deseo rezar con ustedes para que, como ha dicho, podamos ser, junto con los jóvenes, audaces en abrazar “el sueño de Dios y encontrar caminos para una participación alegre, generosa y transformadora, para la Iglesia y la humanidad”. Y esto no es chiste, es un programa.
Me rodea la belleza de este país, tierra de paso entre el pasado y el futuro, lugar de antiguas tradiciones y de grandes cambios, adornado por valles exuberantes y playas doradas que se asoman a la hermosura sin límites del océano, que bordea Portugal. Esto me evoca el entorno de la llamada de Jesús a los primeros discípulos, a orillas del mar de Galilea.
Quisiera detenerme en esta llamada, que pone de manifiesto lo que acabamos de escuchar en la Lectura breve de Vísperas: el Señor nos ha salvado y nos ha llamado no por nuestras obras, sino por su gracia (cf. 2 Tm 1,9). Esto sucedió en la vida de los primeros discípulos cuando Jesús, pasando, «vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban lavando las redes» (Lc 5,2). Entonces Jesús subió a la barca de Simón y, después de haber hablado a la multitud, cambió la vida de aquellos pescadores invitándolos a remar mar adentro y a echar las redes. Vemos inmediatamente un contraste: por una parte, los pescadores bajan de la barca para lavar las redes, es decir, para limpiarlas, conservarlas bien y volver a casa; por otra parte, Jesús sube a la barca e invita a echar de nuevo las redes para la pesca. Resaltan las diferencias: los discípulos bajan, Jesús sube; ellos quieren guardar las redes, Él quiere que se echen nuevamente al mar para la pesca.
En primer lugar, están los pescadores que bajan de la barca para lavar las redes. Esta es la escena que se presenta ante los ojos de Jesús y Él se detiene precisamente allí. Hacía poco que había comenzado su predicación en la sinagoga de Nazaret, pero sus compatriotas lo habían empujado fuera de la ciudad e incluso habían intentado matarlo (cf. Lc 4,28-30). Entonces Él salió del lugar sagrado y comenzó a predicar la Palabra entre la gente, en las calles donde las mujeres y los hombres de su tiempo se afanaban cada día. A Cristo lo que le interesa es llevar la cercanía de Dios, llevar la cercanía de Dios, precisamente a los lugares y las situaciones donde las personas viven, luchan, esperan, a veces teniendo entre las manos fracasos y frustraciones, justamente como esos pescadores que durante la noche no habían sacado nada. Jesús mira con ternura a Simón y también a sus compañeros que, cansados y amargados, lavan sus redes, realizando un gesto repetitivo, automático, pero también lleno de fatiga y de resignación: no quedaba más que volver a casa con las manos vacías.
A veces, en nuestro camino eclesial, podemos experimentar un cansancio similar. Cansancio. Alguien decía: ‘temo al cansancio de los buenos’. Un cansancio cuando nos parece que entre las manos sólo tenemos redes vacías. Es un sentimiento bastante difundido en los países de antigua tradición cristiana, afectados por muchos cambios sociales y culturales, y cada vez más marcados por el secularismo, por la indiferencia hacia Dios y por un creciente distanciamiento de la práctica de la fe. Y aquí está el peligro, que entra la mundanidad.
Y esto a menudo se acentúa por la desilusión y la rabia que algunos alimentan en relación a la Iglesia, en algunos casos por nuestro mal testimonio y por los escándalos que han desfigurado su rostro, y que llaman a una purificación humilde y constante, partiendo del grito de dolor de las víctimas, que siempre han de ser acogidas y escuchadas. Pero, cuando uno se siente desanimado, y cada uno de ustedes, piense, ¿en qué momento han sentido el desánimo? Cuando uno se encuentra desanimado el riesgo es bajar de la barca y quedar atrapados en las redes de la resignación y del pesimismo. En cambio, confiemos en que Jesús continúa tendiendo la mano y sosteniendo a su amada Esposa. Por eso, llevemos al Señor nuestras fatigas y nuestras lágrimas, para poder afrontar las situaciones pastorales y espirituales, dialogando entre nosotros con apertura de corazón para experimentar nuevos caminos a seguir.
Los que estamos desanimados, conscientes o no del todo, nos jubilamos del celo apostólico y lo vamos perdiendo. Nos transformamos en funcionarios de lo sagrado y es muy triste cuando una persona que ha consagrado su vida a Dios se convierte en funcionario, en mero administrador de las cosas. Es muy triste.
En efecto, apenas los apóstoles bajan a lavar los instrumentos utilizados, Jesús sube a la barca y luego los invita a echar nuevamente las redes. Él viene a buscarnos en nuestras soledades y en nuestras crisis para ayudarnos a recomenzar. La espiritualidad del 'recomienzo'. No le tengan miedo, así es la vida, caer y recomenzar, aburrirse y recibir de nuevo la alegría, recibir esa mano de Jesús.
También hoy pasa por las orillas de la existencia para reavivar la esperanza y decirnos también a nosotros, como a Simón y a los otros: «Navega mar adentro, y echen las redes» (Lc 5,4).
Cuando se pierde la ilusión, nos salen mil justificativos para no echar las redes. Pero sobre todo esa resignación amarga que es como un gusano que corroe el alma. Hermanos y hermanas, lo que vivimos es ciertamente un tiempo difícil, pero el Señor hoy pregunta a esta Iglesia: “¿Quieres bajar de la barca y hundirte en la desilusión, que como un gusano anida los corazones, o quieren dejarme subir y permitir que sea una vez más la novedad de mi Palabra la que lleve el timón? A ti, sacerdote, consagrado, consagrada, obispo: ¿Te conformas sólo con el pasado que tienes detrás o te atreves a echar nuevamente con entusiasmo las redes para la pesca?”.
Esto es lo que nos pide el Señor: que reavivemos la inquietud por el Evangelio. Cuando uno se va acostumbrando, se va aburriendo, y la misión se transforma en una especie de empleo, es el momento de dejar lugar a esa segunda llamada de Jesús, que nos llama de nuevo siempre. Nos llama para hacernos caminar, nos llama para rehacernos.
No le tenga miedo a esa segunda llamada de Jesús. No es ilusión, es Él que vuelve a golpear la puerta. Y podemos decir que esta es la inquietud “buena”, cuando nos dejamos seducir por la segunda llamada de Jesús.
Esa es la inquietud buena que la inmensidad del océano les entrega a ustedes portugueses: ir más allá de la orilla, no para conquistar el mundo, ni para pescar bacalaos, sino para animarlo con la consolación y la alegría del Evangelio.
En esta óptica se pueden leer las palabras de uno de sus grandes misioneros, el Padre António Vieira, llamado “Paiaçu”, padre grande. Él decía que Dios les ha dado una pequeña tierra para nacer; pero, haciéndolos asomarse al océano, les ha dado el mundo entero para morir: «Para nacer, poca tierra; para morir, toda la tierra; para nacer, Portugal; para morir, el mundo» (A. VIEIRA, Homilías, Vol. III, Tomo VII, Porto 1959, p. 69). Así decía el padre. Echar de nuevo las redes y abrazar al mundo con la esperanza del Evangelio: ¡a esto estamos llamados! No es tiempo de detenerse y no es tiempo de rendirse, no es tiempo de amarrar la barca en la tierra o de mirar atrás; no tenemos que evadir este tiempo porque nos da miedo y refugiarnos en formas y estilos del pasado. No, este es el tiempo de gracia que el Señor nos da para aventurarnos en el mar de la evangelización y de la misión.
Pero, para poder hacerlo, también necesitamos tomar decisiones. Quisiera indicarles tres decisiones inspiradas en el Evangelio.
En primer lugar, navegar mar adentro. Esa magnanimidad. No sean pusilánimes. Navegar mar adentro para echar nuevamente las redes al mar, es necesario dejar la orilla de las desilusiones y del inmovilismo, tomar distancia de esa tristeza dulzona y de ese cinismo irónico que tantas veces nos asaltan frente a las dificultades. Tristeza dulzona, cinismo irónico; examinemos la conciencia sobre esto.
Recuperar la ilusión, pero en una segunda edición de la ilusión: una ilusión ya madura, la ilusión que viene del fracaso o del aburrimiento. No es fácil recuperar la ilusión adulta. Es necesario hacerlo para pasar del derrotismo a la fe, como Simón que, aun habiendo trabajado en vano toda la noche, afirmó: «Si tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5). Pero, para confiar cada día en el Señor y en su Palabra, no son suficientes las palabras, se necesita mucha oración. Yo quisiera aquí hacer una pregunta, pero cada uno se la responde adentro. ¿Cómo rezo yo? ¿Como un loro? bla, bla, bla, bla, bla. ¿O durmiendo la siesta delante del sagrario? Porque no sé cómo hablar con el Señor. ¿Rezo? ¿Cómo rezo?
Sólo en la adoración, sólo ante el Señor se recuperan el gusto y la pasión por la evangelización. Y curiosamente, la oración de adoración, la hemos perdido. La hemos perdido, y todos: sacerdotes, obispos, consagradas, consagrados, laicos, tienen que recuperarla. Es estar en silencio, delante del Señor.
La Madre Teresa (de Calcuta), metida en tantas cosas de la vida, nunca dejó la adoración. Aún en los momentos en que su fe tambaleaba y se preguntaba si era todo verdad o no. El momento de la oscuridad, que también lo pasó Teresita de Jesús. Entonces, en la oración se supera la tentación de llevar adelante una pastoral de la nostalgia y de los lamentos. En un convento había una monja que lamentaba de todo y no sé qué nombre tenía, pero le cambiaron el nombre y la llamaban ‘Sor Lamentela’.
¿Cuántas veces nuestras impotencias, nuestra desilusión, las transformamos en ‘lamentela’. Y dejando esas ‘lamentelas’, se toma la fuerza para navegar mar adentro, sin ideologías, sin mundanidad. La mundanidad espiritual que se nos mete y de la cual se engendra el clericalismo, no sólo de los curas; los laicos clericalizados son peores que los curas.
Ese clericalismo que nos arruina y que, como decía un gran maestro espiritual: ‘esa mundanidad espiritual que provoca el clericalismo, es uno de los males más graves que puede suceder a la Iglesia. Superar esas dificultades sin ideologías y sin mundanidad, animados por un único deseo: que el Evangelio llegue a todos.
Ustedes tienen muchos ejemplos en este camino y, visto que estamos rodeados de jóvenes, quisiera recordar a un joven de Lisboa, san Juan de Brito, que hace siglos, en medio de muchas dificultades, partió hacia la India y empezó a hablar y a vestirse del mismo modo de los que encontraba para anunciar a Jesús. También nosotros estamos llamados a sumergir nuestras redes en el tiempo en que vivimos, a dialogar con todos, a hacer comprensible el Evangelio, aun cuando para hacerlo podamos correr el riesgo de alguna tormenta. Como los jóvenes que vienen aquí de todo el mundo para desafiar las olas gigantes, también nosotros vayamos mar adentro sin miedo; no tengamos miedo de afrontar el mar abierto, porque en medio de la tormenta y de los vientos contrarios, Jesús viene a nuestro encuentro y nos dice: «Tranquilícense, soy yo; no teman» (Mt 14,27). ¿Cuántas veces hemos tenido esa experiencia? Cada uno se contesta dentro. Y si no la hemos tenido es porque algo falló durante la tormenta.
Una segunda decisión: llevar adelante juntos la pastoral. Todos juntos. En el texto Jesús confía a Pedro la tarea de navegar mar adentro, pero después habla en plural, diciendo «echen las redes» (Lc 5,4). Pedro guía la barca, pero en la barca están todos y todos están llamados a echar las redes. Todos. Y cuando recogen una gran cantidad de peces, no creen que pudieran hacerlo solos, no administran el don como posesión y propiedad privada, sino que —dice el Evangelio— «hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos» (Lc 5,7).
Así llenaron dos barcas de peces. Uno significa soledad, cerrazón, pretensión de autosuficiencia, dos significa relación.
La Iglesia es sinodal, es comunión, es ayuda recíproca, es camino común. A esto tiende el Sínodo en curso, que tendrá su primer momento asambleario en el próximo mes de octubre. En la barca de la Iglesia tiene que haber lugar para todos: todos los bautizados están llamados a subir en ella y a echar las redes, comprometiéndose personalmente en el anuncio del Evangelio. Y no olviden esta palabra: Todos, todos, todos. A mí me toca mucho el corazón cuando tengo que abrir perspectivas apostólicas. Aquel pasaje del Evangelio en el que no van a la fiesta de boda del hijo y está todo preparado. ¿Y qué dice el señor? ¿El señor de la fiesta qué dice? Vayan a los confines y traigan a todos, todos, todos; sanos y enfermos, chicos y grandes, buenos y pecadores, todos.
Que la Iglesia no sea una aduana para seleccionar quienes entran y quiénes no. Todos. Cada uno con su vida a cuesta, con su pecado, pero como está delante de Dios, como está delante de la vida. Todos, todos. No pongamos aduanas a la Iglesia. Todos. Y es un gran desafío, especialmente en los contextos en que los sacerdotes y los consagrados están cansados porque, mientras las exigencias pastorales aumentan, ellos son cada vez menos. Sin embargo, en esta situación podemos ver una ocasión para involucrar, con impulso fraterno y sana creatividad pastoral, a los laicos.
Las redes de los primeros discípulos, entonces, se convierten en una imagen de la Iglesia, que es una “red de relaciones” humanas, espirituales y pastorales. Si no hay diálogo, corresponsabilidad y participación, la Iglesia envejece. Entonces tenemos a esos agentes de pastoral que parecen más bien patrones de estancia y no coordinadores de grupos de Iglesia. Y la Iglesia envejece.
Quisiera decirlo así: jamás un obispo sin su presbiterio y el Pueblo de Dios; jamás un sacerdote sin sus compañeros; y todos unidos como Iglesia —sacerdotes, religiosas, religiosos y fieles laicos—, nunca sin los otros, sin el mundo. Sin mundanidad, eso sí, pero no sin el mundo. Sin el espíritu del mundo, pero no sin el mundo.
En la Iglesia nos ayudamos, nos sostenemos mutuamente y estamos llamados a difundir también fuera un clima constructivo de fraternidad.
Por otra parte, san Pedro escribe que somos las piedras vivas empleadas para la construcción de un edificio espiritual (cf. 1 P 2,5). Quisiera agregar: ustedes fieles portugueses son también una “calçada”, son las piedras valiosas de ese suelo acogedor y resplandeciente sobre el cual el Evangelio necesita caminar; ni una piedra puede faltar, de lo contrario se nota inmediatamente. ¡Esta es la Iglesia que, con la ayuda de Dios, estamos llamados a construir!
Por último, la tercera decisión: ser pescadores de hombres.
No tengan miedo. Eso no es hacer proselitismo, es anunciar el Evangelio que provoca. En esta imagen tan linda de Jesús, ser pescadores de hombres. Jesús confía a los discípulos la misión de navegar en el mar del mundo. Con frecuencia el mar en la escritura está asociado al lugar del mal y las fuerzas desfavorables que los hombres no logran dominar.
Por eso, pescar personas y sacarlas del agua significa ayudarlas a salir del abismo donde se habían hundido, salvarlas del mal que amenaza con ahogarlas, resucitarlas de todas formas de muerte. Pero esto sin proselitismo, sino con amor.
Y una de las señales de algunos movimientos eclesiales que están andando mal, es el proselitismo. Cuando un movimiento eclesial o una diócesis o un obispo o un cura o una monja o un laico hace proselitismo, eso no es cristiano. Cristiano es invitar, acoger, ayudar, pero sin proselitismo.
El Evangelio, en efecto, es un anuncio de vida en el mar de la muerte, es un anuncio de libertad en los torbellinos de la esclavitud, de luz en el abismo de las tinieblas. Como afirma san Ambrosio, «los instrumentos de la pesca apostólica son como las redes; en efecto, las redes no causan la muerte del que queda atrapado, sino que lo guardan con vida, lo sacan de los abismos a la luz» (Exp. Luc. IV, 68-79).
Hay muchos abismos en la sociedad de hoy, también aquí en Portugal. Tenemos la sensación de que falta el entusiasmo, que falta la valentía de soñar, la fuerza de afrontar los desafíos, la confianza en el futuro; y, mientras tanto, navegamos en la incertidumbre, en la sobre todo en la precariedad económica, en la pobreza de amistad social, en la falta de esperanza. A nosotros, como Iglesia, se nos ha confiado la tarea de sumergirnos en las aguas de este mar echando la red del Evangelio, sin señalar con el dedo, sin acusar, sino llevando a las personas de nuestro tiempo una propuesta de vida, la de Jesús: llevar la acogida del Evangelio, invitarlos a la fiesta, a una sociedad multicultural; llevar la cercanía del Padre a las situaciones de precariedad y de pobreza que aumentan, sobre todo entre los jóvenes; llevar el amor de Cristo allí donde la familia es frágil y las relaciones están heridas; transmitir la alegría del Espíritu allí donde reinan la desmoralización y el fatalismo.
Uno de vuestros poetas escribió: «Para llegar al infinito, y creo que se puede llegar allí, es preciso que tengamos un puerto, uno sólo, firme, y partir de él hacia lo Indefinido» (F. PESSOA, Livro do Desassossego, Lisboa 1998, 247). ¡Soñamos la Iglesia portuguesa como un “puerto seguro” para quienes afrontan las travesías, los naufragios y las tormentas de la vida! Queridos hermanos y hermanas. A todos, laicos, religiosos, religiosas, sacerdotes, obispos, a todos, a todos: No tengan miedo, echen las redes. No vivan acusando ‘esto es pecado’, ‘esto de aquí no es pecado’. Vengan todos, después hablamos. Pero que sientan primero la invitación de Jesús. Y después viene el arrepentimiento, después viene esa cercanía de Jesús. Por favor, no conviertan la Iglesia en una aduana. ‘Acá entran los justos, los que están bien, los que están bien casados y afuera todos los demás’.
No, la Iglesia no es eso. Justos y pecadores, buenos y malos, todos, todos ,todos. Y después que el Señor nos ayude a arreglar ese asunto, pero todos. Les agradezco de corazón, hermanos y hermanas, vuestra escucha, que por ahí fue aburrida; les agradezco todo lo que hacen, vuestro ejemplo, sobre todo el ejemplo escondido, y la constancia, ese levantarse todos los días para empezar de nuevo o para continuar lo empezado. Como dicen ustedes: Muito obrigado! Y los encomiendo a la Virgen de Fátima, a la custodia del ángel de Portugal y a la protección de sus grandes santos; especialmente, aquí en Lisboa, de san Antonio, apóstol incansable, que se lo ‘roban’ los de Padua, predicador inspirado, discípulo del Evangelio atento a los males de la sociedad y lleno de compasión por los pobres; que San Antonio interceda por ustedes y les alcance la alegría de una nueva pesca milagrosa. Después me cuentan. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.